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El Amor al deber

Un adolescente inmaduro decía “El deber… son todas aquellas obligaciones aburridas que la gente detesta hacer”. María nos diría exactamente lo contrario: “El deber es la voluntad de Dios, que yo escucho en cada momento, y que me pide responderle de nuevo: He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra. Cada detalle del deber es como un ángel Gabriel, que dice que Dios me espera ahí, y eso me llena de alegría”.

La alegría de contemplar

¿Imaginas la felicidad con la que María debe haber contemplado a su hijo Jesús entre la paja del pesebre, dormido en sus brazos y luego en el hogar de Nazaret, mientras gateaba, daba pasos inciertos y se lanzaba a los brazos protectores de ella? Y al observarlo esmerarse como aprendiz de José, trabajando con arte la madera, en todo momento. Ella vivía con los ojos y el corazón puestos, con inefable felicidad, en aquel que los profetas llamaron el más hermoso de los hijos de Adán (Sal 45,3).

La alegría del “sacrificio escondido y silencioso”

La expresión “sacrificio escondido y silencioso” define bien una actitud fundamental de la vida de María Santísima. La actitud de María no se manifestó en acciones aparatosas, sino en el sacrificio escondido y silencioso de cada jornada…

La Virgen María nos enseña el silencio

La Madre de Dios nos enseña el silencio, pero no uno cualquiera. Se trata del silencio interior sin el cual no hay oración posible. Este silencio nos resulta muy difícil porque somos habladores, estamos dispersos, distraídos con mil preocupaciones sin importancia. La Madre de Dios es profundamente silenciosa porque es humilde. Está unida a Dios solo y solo quiere su voluntad.

La alegría de dar alegría

Hagamos una simple reflexión sobre el episodio de las Bodas de Caná (Jn 2, 1-11). Era una boda rural. Mucha fiesta y mucha gente. Muchos parientes, amigos, vecinos invitados. Estaba allí la madre de Jesús. Fue invitado también a la boda Jesús con sus discípulos.

La Virgen María intercede por nosotros

En el rosario lo repetimos sin cesar: “Ruega por nosotros, pecadores”. Esta oración humildemente repetida, que brota del fondo de nuestra pobreza, ahonda en nosotros la sed de salvación. Si suplicamos de verdad –no de manera formalista o, peor, para obtener gloria (tipo «¿yo? yo recito el rosario todos los días»)–, este grito nos rompe el corazón poco a poco y lo abre a la luz del Espíritu Santo.

La Virgen María es un “cortafuegos”

Dios está cerca de nosotros, pero también es el Totalmente otro y su amor es un fuego devorador. Cuanto más deseamos este amor, más necesitamos de la humildad de María para entrar en él.

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